La de Santiago Giralda es una pintura compleja, nos muestra algo inabarcable, no accedemos a la totalidad de un paisaje del que nunca sabremos su tamaño real. La imagen dada, apropiada del contexto de lo real, únicamente nos deja pistas de lo que se nos cuenta, funcionando como una fisura o indicio. Sus trabajos, saturados de información, no tratan de describir un acontecimiento sino de revelarlo para que este sea escrutado por el espectador, que debe permanecer atento a los múltiples códigos que de su obra se desprenden. También juega con el espacio vacío, a partir de fisuras, chorretones o presentando el soporte en crudo como si se tratase de evidenciar la sensación de fragmento. Indaga así en la correspondencia compleja entre lo que se ve y cómo se ve, lo visible se funde con lo inaccesible, con el misterio. Como una construcción siempre inacabada, Giralda asume su obra como interfaz, como pantalla entre lo real y lo virtual. Es algo que se potencia, como en este caso, en el pequeño formato, en el papel, donde se resuelve todavía más enigmático, con pequeños puntos cromáticos y detalles que nos conducen a otras realidades. Pese al detalle, todo resulta lejano, no se trata de mirar la imagen sino a través de ella.